27/6/08

EL ÚLTIMO VIAJE DEL JUEZ FENG: se hace justicia al andar

La mirada occidental sobre las obras cinematográficas se ha ensuciado con formas de percepción congénitas para la mayoría. Se hace difícil, si no se parapeta uno en un bagaje como espectador refinado, digerir las muestras de un cine que se piensa, se rueda y se muestra desde una óptica remota a nuestros modos de ver, a nuestro entender las narraciones. EL ÚLTIMO VIAJE DEL JUEZ FENG es claro exponente del cine oriental menos transgresor, el que sortea los riesgos del lirismo que muchos directores cultivan -Wong Kar-Wai, Chan-Wook Park, Pen-Ek Ratanaruan, Kim Ki-duk, el mismísimo Zhang Yimou- y se ancla en la expresión de la ortodoxia narrativa y en formas visuales de acusado clasicismo.

Liu Jie, confeso admirador del Chen Kaige de TIERRA AMARILLA (1985), acarrea buen equipaje artístico al lado de premiados nombres del nuevo cine chino. Su ópera prima se adhiere al ámbito de la fábula pequeña y localista, espejo impoluto de todo un mundo rural cuyas ancestrales costumbres pugnan por subsistir frente al progreso social, moral y político. La mínima anécdota del juez itinerante no es otra cosa que el retrato pintoresco, a ratos hilarante, en última instancia emotivo, de un combate entre la sabiduría campesina y los nuevos modos de dirimir conflictos, por pequeños que sean. Nuevos usos implantados por la legalidad imperante, que empieza a abrazar el signo de la civilización para imponerse a las más primitivas normas comunitarias de la China profunda.

Jie apunta desde el prisma del costumbrismo los hilos de esa dicotomía encarnados en el viejo Feng y su joven ayudante, el recién licenciado Ah-Luo. Les acompaña su secretaria, tía Yang, mujer de mediana edad acuciada por una jubilación forzosa ante el embate de las nuevas generaciones. Con estos tres vértices se construye un relato sobre los juicios ambulantes por una de las recónditas provincias del país, una suerte de cuento pausado que acentúa la carga descriptiva por encima de la progresión dramática, algo que sólo podría irritar al más neófito en cuestiones asiáticas. No sin razón, ya que el film discurre siguiendo un criterio de austeridad casi contemplativa, rozando el postalismo naturalista del entorno y desplazando la densidad en el trazo de personajes.

Pero no llega a perderse el director por las peligrosas sendas de lo gratuito. A paso lento logra que el vínculo entre pasado y futuro, entre instintos y razón, entre provincianismo y modernidad que late bajo el trayecto físico de los protagonistas quede diluido en algo parecido a una trama. El último segmento alumbra desde la sutileza, con el fardo del lirismo, un tímido impulso afectivo entre Feng -puro instinto, la vieja escuela de la vida- y Yang -más racional, la voz del orden en la discordia-, que nunca cristaliza como tal. Hubiera resultado demasiado indulgente con nuestros viciados ojos, pura convención ajena al juego de sugerencias que mueve las mejores obras de ilustres precedentes.

En la escena clave de la película, el joven juez Ah-Luo sella su amor por una chica en su pueblo natal, comulga con la misma forma de vida que -juicio va, juicio viene- se permite cuestionar con la serena mirada de quien ha visto mundo. Es él la esperanza en que cambie todo un sistema de reglas basadas en la fuerza de la autoridad, en la dictadura del vocerío, en el histriónico dominio del menos común de los sentidos. El universo conservador que un desencantado, vencido juez Feng no duda en abandonar ante el paisaje vislumbrado en sus andanzas. Es la muerte simbólica de las viejas estructuras de organización social, de un país que se renueva, que reinventa su identidad ajustándose a los nuevos tiempos. Otro asunto es que puedan ser más justos.

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