27/6/08

NÁUFRAGOS. VENGO DE UN AVIÓN QUE CAYÓ EN LAS MONTAÑAS: supervivientes, 36 años después

Ya era hora. Por fin se ha hecho justicia con uno de los capítulos más nefastos de la era moderna. El tormento que estimuló la lucha por la vida en mitad de ningún sitio recupera su voz. La voz múltiple, pura y desnuda de quienes pudieron superar el horror y hablan para contarnos su experiencia. Se echaba a faltar una visión honesta, sin aditivos escabrosos, de la tragedia aérea de Los Andes que hace tres décadas sembró de angustia la mirada de medio mundo. El uruguayo Gonzalo Arijón, amigo personal de algunas víctimas, deja que los 16 supervivientes sean los únicos protagonistas de este documento poderoso y lo eleven a la máxima expresión de fidelidad hacia una historia que otros quisieron convertir en trivial espectáculo.

Suele ser el documental el género perfecto para sublimar el efecto de la cruda realidad, es por lo que Arijón logra asaltar la noble fibra de nuestra sensibilidad sin acariciar el gratuito efectismo. Combinando los testimonios ante la cámara con imágenes de archivo y una reconstrucción ficcionada de los hechos, NÁUFRAGOS escarba en una pesadilla que, por sí misma, revistió una enorme carga de solidaridad, esperanza, sentido de la dignidad y esfuerzo común por subsistir. Los grandes valores que ninguna producción hollywoodiense -VIVEN (Frank Marshall, 1993)- lograría plasmar sin caer en la víscera, en el morboso peaje hacia el pelotazo comercial.

En verdad se hace duro ver, escuchar, sentir lo que aparece ante nosotros por saberlo elaborado desde la memoria de sus actores, por tener la certeza de que el dolor, la desesperanza, la sombra de la muerte les acuciaron en más de dos meses de calvario. Porque todo eso ocurrió. Pero además, Arijón se vale de una gama de recursos narrativos y visuales que potencian el efecto dramático de las palabras, impregnando la narración polifónica de los hechos del mínimo regusto a buen cine, digno, sin manipular, espeluznante. Voces, imágenes, sonidos, sensaciones que, desde la subjetividad, enhebran una valiente oda al triunfo del espíritu humano. Pero auténtica esta vez, aunque parezca una torpe estrategia de marketing. Aunque suene a solución fácil del peor de los melodramas.

NÁUFRAGOS se estructura en torno a un viaje conmemorativo que algunos de los protagonistas hacen al lugar de los hechos, ahora con sus familiares. Su presencia física allí donde el avión se estrelló acentúa la escalofriante secuencia del pasado, la elocuencia de las fotografías, el amargo peso del recuerdo. Con buen pulso narrativo nos sumerge
Arijón en el drama, revelando la ilusión del viaje, el pánico por la incertidumbre, la unión para sortear la derrota, las ganas de vivir. Y, por encima de todo lo demás, llama la atención la espiritualidad de los chicos, esa sólida fé en la que se escudaron a la hora de vencer la inanición. El debate estuvo servido en la opinión pública durante años. Canibalismo para algunos. Para la mayoría, único recurso en el abismo de la muerte anunciada. En cualquier caso, el enfoque del director evita caer en el juicio o la condena hacia los hechos, es la grandeza de un film que descubre la fuerza de la razón en las más extremas situaciones, la prueba que calibra nuestro lado más civilizado cuando la desesperación nos ahoga.

El dilema moral que asaltó a los jóvenes trascendió hasta convertir su experiencia en una hazaña sin precedentes, y éste es el mejor homenaje que puede imaginarse.Un ejemplo vívido y emocionante de los miedos del hombre frente a la naturaleza, de la ilusión tejida con los flecos del infortunio, de los límites que se rebasan cuando apremia el deseo de sobrevivir. No está mal hacer memoria. Casi es necesario recordar que en ocasiones cualquiera puede convertirse en héroe involuntario ante un capricho del destino.

EL ÚLTIMO VIAJE DEL JUEZ FENG: se hace justicia al andar

La mirada occidental sobre las obras cinematográficas se ha ensuciado con formas de percepción congénitas para la mayoría. Se hace difícil, si no se parapeta uno en un bagaje como espectador refinado, digerir las muestras de un cine que se piensa, se rueda y se muestra desde una óptica remota a nuestros modos de ver, a nuestro entender las narraciones. EL ÚLTIMO VIAJE DEL JUEZ FENG es claro exponente del cine oriental menos transgresor, el que sortea los riesgos del lirismo que muchos directores cultivan -Wong Kar-Wai, Chan-Wook Park, Pen-Ek Ratanaruan, Kim Ki-duk, el mismísimo Zhang Yimou- y se ancla en la expresión de la ortodoxia narrativa y en formas visuales de acusado clasicismo.

Liu Jie, confeso admirador del Chen Kaige de TIERRA AMARILLA (1985), acarrea buen equipaje artístico al lado de premiados nombres del nuevo cine chino. Su ópera prima se adhiere al ámbito de la fábula pequeña y localista, espejo impoluto de todo un mundo rural cuyas ancestrales costumbres pugnan por subsistir frente al progreso social, moral y político. La mínima anécdota del juez itinerante no es otra cosa que el retrato pintoresco, a ratos hilarante, en última instancia emotivo, de un combate entre la sabiduría campesina y los nuevos modos de dirimir conflictos, por pequeños que sean. Nuevos usos implantados por la legalidad imperante, que empieza a abrazar el signo de la civilización para imponerse a las más primitivas normas comunitarias de la China profunda.

Jie apunta desde el prisma del costumbrismo los hilos de esa dicotomía encarnados en el viejo Feng y su joven ayudante, el recién licenciado Ah-Luo. Les acompaña su secretaria, tía Yang, mujer de mediana edad acuciada por una jubilación forzosa ante el embate de las nuevas generaciones. Con estos tres vértices se construye un relato sobre los juicios ambulantes por una de las recónditas provincias del país, una suerte de cuento pausado que acentúa la carga descriptiva por encima de la progresión dramática, algo que sólo podría irritar al más neófito en cuestiones asiáticas. No sin razón, ya que el film discurre siguiendo un criterio de austeridad casi contemplativa, rozando el postalismo naturalista del entorno y desplazando la densidad en el trazo de personajes.

Pero no llega a perderse el director por las peligrosas sendas de lo gratuito. A paso lento logra que el vínculo entre pasado y futuro, entre instintos y razón, entre provincianismo y modernidad que late bajo el trayecto físico de los protagonistas quede diluido en algo parecido a una trama. El último segmento alumbra desde la sutileza, con el fardo del lirismo, un tímido impulso afectivo entre Feng -puro instinto, la vieja escuela de la vida- y Yang -más racional, la voz del orden en la discordia-, que nunca cristaliza como tal. Hubiera resultado demasiado indulgente con nuestros viciados ojos, pura convención ajena al juego de sugerencias que mueve las mejores obras de ilustres precedentes.

En la escena clave de la película, el joven juez Ah-Luo sella su amor por una chica en su pueblo natal, comulga con la misma forma de vida que -juicio va, juicio viene- se permite cuestionar con la serena mirada de quien ha visto mundo. Es él la esperanza en que cambie todo un sistema de reglas basadas en la fuerza de la autoridad, en la dictadura del vocerío, en el histriónico dominio del menos común de los sentidos. El universo conservador que un desencantado, vencido juez Feng no duda en abandonar ante el paisaje vislumbrado en sus andanzas. Es la muerte simbólica de las viejas estructuras de organización social, de un país que se renueva, que reinventa su identidad ajustándose a los nuevos tiempos. Otro asunto es que puedan ser más justos.

24/6/08

3:19: casualmente...extraña

Del montón de referencias que salpican esta extraña película brillan por peso propio las citas a Milan Kundera y su obra más célebre, La Insoportable Levedad del Ser. El genio de Kundera nutría los vaivenes sentimentales de sus personajes con diáfanas reflexiones existenciales, apuntes políticos, perlas de filosofía vital que la encumbraron al podio de los clásicos. Una de ellas era la idea de la casualidad como fuerza motora de las experiencias del hombre. Todo lo que sucede, según Kundera, es fruto de un cúmulo de casualidades sucesivas que dan forma a nuestros actos sin que podamos evitarlo, todo nace del más puro azar.

Pues resulta que esto es lo más interesante en el debut del mexicano Danny Saadia, 3:19, título minado de jóvenes rostros -Miguel Ángel Silvestre, Félix Gómez, Juan Díaz, Bárbara Goenaga- que dan cuerpo a una propuesta tan singular como desaprovechada. Buscando reflexionar sobre el poder del destino, la fuerza del azar, la suma de casualidades como causas de la felicidad, la película falla en algo básico para implicarnos, la definición de esas ideas. Opta el director por combinar ramalazos de comedia generacional, drama e incluso lecciones de historia mediante insertos de animación en 2D, un apoyo visual culpable de los baches de ritmo que hacen mella en el conjunto.

En esa tierra de nadie se mueve un guión que no trasciende lo pintoresco aún siendo rara avis en la cartelera -por no decir nuestro cine, que ya es mucho repetirme- y contar con el entusiasta reparto. Y no lo hace debido a su errática evolución dramática, sin duda dañada por esos bloques animados repletos de disquisiciones, cronología de datos más plúmbeos que fluidos. O quizá también por el remoto toque de lirismo, casi de fábula moderna y juvenil que no termina de asentarse como tal, y que nos que cambia de protagonista -Gómez- manteniendo al desaparecido -Silvestre- en el recuerdo, flotando como el espíritu que inspira al grupo. De todas formas no se le puede restar mérito al intento de fantasear con la realidad, de intuir nuevas formas expresivas, de pretender enamorarnos con la frescura de una historia sobre amistad y esperanza, sobre el amor, la autorrealización, sobre la lucha por la vida y la fé que cualquiera puede guardar, ahora como hicieron otros en pasadas épocas.

Es de temer que no pasa de un digno intento de originalidad, quizá caído por el lado de lo discursivo, de lo extravagante, de lo conceptual, y ya se sabe que eso está reñido casi siempre con la emoción.Algunos aciertos de dirección -los juegos con el punto de vista, sin ir más lejos-, pueden ser suficientes para no echar por tierra este rastreo de inéditos terrenos narrativos por abonar.

20/6/08

EL VIAJE DE NUESTRA VIDA: tres en la carretera

Confieso mi adicción por una de las tres grandiosas actrices que protagonizan BONNEVILLE, título espantosamente virado a EL VIAJE DE NUESTRA VIDA por las consabidas artimañas comerciales. La presencia de Jessica Lange fue una razón que pesó a la hora de ver lo que sonaba a historia mil veces vista y con escasas novedades en el planteamiento. Junto a Kathy Bates y Joan Allen lleva el peso de una sencilla comedia dramática que los debutantes Christopher N. Rowley -director- y Daniel D. Davis -guionista- construyen bajo los parámetros de una road movie sexagenaria y libertina, tan amable como falta de pretensiones.

El trayecto por las arterias sureñas de EE.UU reúne a tres amigas talluditas que transportan las cenizas del difunto amante de una de ellas hasta Palm Springs. La película juega la baza de una narración eficaz, ajustada al esquema de este subgénero tan propicio para el desarme emocional y el autodescubrimiento de quien emprende el viaje. Un filón que la industria americana ha sabido explotar desde míticas épocas hasta la actualidad, mostrando la amplitud del espacio físico como metáfora cálida o terrible, cáustica o enternecedora de un viaje interior igualmente iniciático, revelador de diversos modos de ver el mundo.

Rowley no escatima en sus cinéfilos guiños a THELMA & LOUISE (Ridley Scott, 1991), quizá el paradigma moderno de cine de carretera, clásico indiscutible que entonó un alentador canto a la amistad femenina -tildada por muchos de alegato feminista- y la búsqueda de libertad. Lange, Bates y Allen hacen lo propio en un relato honesto, que pinta con mimo sus personajes y nos conduce por la ironía, la ternura, la melancolía, todas las capas de la emoción garantes de éxito. Bajo formas en exceso convencionales, el relato no deslumbra pero mantiene el interés por las tres mujeres, con los necesarias escenas de intimidad entre ellas y un sector masculino que caerá a sus pies -el joven Víctor Rasuk, a la sombra del Brad Pitt que enloqueció a Geena Davis, y un espléndido Tom Skerritt-.

Se agradece un título discreto, complaciente, sin malicia como EL VIAJE DE NUESTRA VIDA, que escudado en su ligereza regresa por sendas de trazado clásico, las que casi nunca traicionan. Historia sobre mujeres que se descubren y quieren, que rescatan la sensación de amar, de perder la cabeza y sentir, que ríen y siguen soñando. Mujeres protectoras, vitalistas, temerosas, libres. Para el recuerdo, todas las escenas en que una compungida Jessica Lange busca la soledad frente a la belleza del paisaje. No le hace falta mucho a la de Minessotta para tendernos el puente hasta su dolor. La invitación de una gran dama que sólo un idiota podría rechazar.

MARGOT Y LA BODA: hermanas y neuróticas

Que la familia puede ser el peor nido de víboras no nos pilla de nuevas. Que secretos, mentiras, reproches y otras lindezas exploten en el jardín o a la hora de la barbacoa, tampoco. Esas mascaradas de felicidad forzada que permiten reunirnos por un tiempo con la parentela aún dan juego en el cine. El dios Bergman nos lo mostró en pildorazos de sabiduría hasta sus últimos días. Su más avezado discípulo, el pequeño genio de Nueva York, nos emborrachó de obras maestras en el arte del bisturí. Su maravillosa HANNAH Y SUS HERMANAS (1986), sin ir más lejos, reside en las esquinas de esta MARGOT Y LA BODA, pero es apenas un fantasma que rellena su oquedad emocional con el serrín de lo impostado. Lo que en Allen fuía sin esfuerzo se atraganta aquí entre imágenes secas y afiladas, que no intensas.

Noah Baumbach insiste en sus radiografías humanas tras UNA HISTORIA DE BROOKLYN (2005), joya de narrativa concisa y complejidad moral que diseccionaba el derrumbe matrimonial de dos intelectuales neoyorquinos. Un sólido relato de patrones dramáticos y estéticos heredados en este dibujo verborreico del reencuentro de dos hermanas ante el inminente casorio de una de ellas. Nicole Kidman y Jennifer Jason Leigh -pareja de Baumbach en la vida real- hablan y hablan y se dejan arrastrar por el torrente emocional que el director plantea desde la irritación, con todo lo que ello supone para el desarrollo de la trama y nuestra estoica tarea de espectadores.

Conoce bien Baumbach las reglas del perverso juego dialéctico al que asistimos, y hace uso de una puesta en escena abrupta para desnudar su gama de miserias, de heridas abiertas. Pero su historia es fría, desapasionada, artificio distante engordado con empacho de neurosis que termina saturando su posible trazo de realidad. Y no es que lo neurótico no sea real, cualquiera puede vomitar verdades en situaciones límite. Pero hay dos problemas para que se produzca esa magia propia del cine, que no es otra que la de cautivarnos sin apenas percibir el influjo. El primero es esa cascada verbal que articula las secuencias, y que conduce sin remedio al hastío. El segundo obstáculo -asociado a éste- es lo que en su obra anterior sumaba méritos, el lenguaje fragmentado como espejo del conflicto interior. MARGOT Y LA BODA cojea por un claro desajuste entre el fondo -denso y discursivo- y su empaque formal -atropellado y naturalista, donde la elipsis ciega el mínimo resquicio al perfilado de personajes, a alguna emoción-. O lo que es lo mismo, un atractivo plato caliente que se nos sirve congelado.

Sin el humor negro y el cinismo que aliviaban las portentosas SECRETOS Y MENTIRAS (Mike Leigh, 1996) y CELEBRACIÓN (Thomas Vinterberg, 1998), el último latigazo contra la institución familiar queda sofocado bajo sus propias ínfulas introspectivas, impidiendo que las turbulencias sugeridas creen algo parecido al desasosiego. Ni siquiera la simbólica escena del árbol -caída del viejo tronco como metáfora del propio pasado roto, irrecuperable- mitiga el pretencioso retrato de estos individuos al borde de la crisis. Y, por si tanta disfunción fuera poca, Jack Black salpica de estupidez la fraternal reunión y nos asienta en la indiferencia.

Hay una escena en la que Margot, escritora de vida liberal y lengua viperina, califica a su hijo de "apolillado y displicente". En otra, éste le confiesa haberse masturbado. Vida y literatura confundidas como nunca. Sobredosis de esnobismo pedante y artificial. Lo natural con el aroma infecto de lo postizo.

19/6/08

ENCARNACIÓN: el crepúsculo de una diosa

Resuenan en el segundo largometraje de Anahí Berneri tímidos ecos de esa pieza maestra en la que una ajada Gloria Swanson se negaba a aceptar el paso del tiempo y la soledad de los actores caídos en olvido. Son sólo ecos, si bien el genio de Wilder supo trazar el desamparo del ostracismo forzoso en líneas de guión perfectas, mientras Berneri no excede el esbozo de unas ideas necesitadas de manos más firmes para navegar.

Silvia Pérez es Ernie Levier, actriz de serie B y ex-vedette en esa mediana edad de plenitud que empieza a mostrarle el perfil más cruel. La etapa de madurez interior que otras mujeres proclaman se revela terrible para alguien que hace años se amoldó al placer de los elogios, los flashes, los clamores del auditorio. ENCARNACIÓN es la propia definición del oficio de actriz, esa digna tarea de vivir otras vidas, de ser otro para que la parroquia de fieles mantenga el mito. Pero es también esta historia pequeña que narra lo que sucede cuando las luces empiezan a apagarse, cuando el declive asoma obligando a replantear una vida entera.

La directora argentina -junto a Gustavo Malajovich y Sergio Wolf- escribe con el lápiz del costumbrismo un relato que acusa su epidermis narrativa, su tono blando y sin fuerza. Mejor propuesto que resuelto, el viaje de Ernie a sus orígenes discurre como personal cara a cara consigo misma, ese amargo momento de hallar una identidad que los focos plastificaron. Un viaje que le muestra vínculos familiares frágiles, alimentados de envidia y rencores por lo que dejó atrás en su busca de éxito. Sólo la relación con su sobrina adolescente le descubre las ilusiones que un día tuvo, ese tiempo dorado en que los hombres se trababan de deseo, su tiempo de gloria que los dos varones de la función -el maduro y el joven- le hacen revivir. La que tuvo, retuvo.

Sin embargo, la historia no levanta el vuelo de la reflexión por la errática creación de secuencias, muchas veces de torpe dirección hacia el buscado horizonte de patetismo, compasión, afecto por la estrella que ya no brilla. Es en ciertos tramos centrales cuando la película podría haber convertido su historia mínima en un drama de mayor calado, un homenaje descarnado -qué paradoja con el título- a la artista, espejo de tantas otras. La célebre sex symbol nacional Silvia Pérez, curtida en estas batallas, aporta otoñales carnes y serena mirada, aunque Berneri la deje sola entre tanta dispersión.
Quiere hablar ENCARNACIÓN del irremediable encuentro con el presente, amenazado con la sombra de viejos esplendores. Y del pánico ante la inminente decadencia, que la piel acartonada y el desprecio del nuevo público recuerdan sin piedad. Es momento de hacer balance de lo que lo que una fue, de fortalecer el ego buscando en google las críticas favorables, de maquillar lo inevitable. Llegó la hora de entender qué papel seguirá representando una en la vida, es como sabremos si hay alguien que aún nos recuerde y nos quiera. Tan hermoso descenso al crepúsculo merecía una mirada más intensa, mejor definida, pura emoción.

18/6/08

WONDERFUL TOWN: la vida sigue

Incluso en el rincón más castigado por el destino queda espacio para el amor. El sentimento imprevisto, el que brota sin apenas intuirlo en mitad del fin del mundo. Poco ha podido decir el cine tailandés tras el devastador tsunami que aniquiló la vida en el paraíso. Atrapa la atención que el debutante Aditya Assarat escoja un delicioso romance como metáfora sutil de esa misma vida que resurge del horror. WONDERFUL TOWN se desliza con la espumosa cadencia del oleaje sobre la playa, con un tono sereno, de arrebatado clasicismo que dará cobijo al relato desde el primer plano y lo nutrirá de rotunda belleza.

Acopia méritos el hecho de volver la mirada a un capítulo del pasado tan nefasto evitando la autocompasión del autóctono emigrado. El director, tras sólida formación artística, regresa a sus orígenes y opta por alumbrar un doble paisaje, físico y emocional, en franca huida del efectismo que el desastre pudiera sugerir. Al contrario, prefiere Assarat discurrir por cauces poéticos a la hora de pintar el vínculo sentimental que vertebra su película, en las antípodas del arriesgado discurso crítico. Esta obra hace dialogar a los dos protagonistas, la joven encargada del pequeño hotel familiar y el apuesto arquitecto procedente de Bangkok, como dos modos de vida opuestos pero destinados a hallarse en mutua escapada de cadenas familiares y prejuicios sociales.

Destino o azar, quizá sea indiferente para que la dialéctica brote a lo largo de imágenes y sonidos cautivadores. Hablan ambos personajes como individuos extraños que se encuentran y conectan, pero lo hacen a su vez como figuras que la esperanza adopta para borrar el siniestro, para reemprender el camino. Imprime el tailandés el sello de un profundo lirismo, sin que nada de lo que propone ruede por la pendiente de lo forzado. Cuento de amor breve y prohibido, encuentro casual que teje la fábula a base de aplomo narrativo sólo equiparable a un diáfano lenguaje visual, maestro, incontestable. Es inevitable sentirse abrumado por el marcaje emocional que Assarat dosifica con las armas propias de los grandes cineastas, aquéllos que suman a la cirugía de su trazado humano las humildes caricias de su embalaje formal.
En ningún momento traiciona WONDERFUL TOWN las sensaciones despertadas, si acaso las renueva abrazándonos, musical e hipnótica. El sentimiento se despliega ajeno a acentos o aspavientos, impregnando de melancolía húmeda, de una expresiva contención cada detalle. Pequeños gestos, silencios, miradas, el poder de la sugerencia hecho travellings exquisitos, calmosa planificación, sabio empleo del encuadre para extraer riqueza del paisaje y penetrar en una relación igualmente reveladora, tan intensa como efímera.

Assarat describe un deseo que se libera en una tierra obligada a sobrevivir, a emerger de la ruina, donde nadie olvida la desgracia pero sigue adelante, con toda su moral provinciana, ese recelo a lo extraño que logrará cebarse sobre el protagonista como brutal sacrificio entregado a la madre naturaleza. La vida después de la muerte, los rescoldos de la tempestad frente a los sueños renovados, el choque del individuo con la comunidad, de la cultura urbana frente al entorno rural, la construcción del hotel como reflejo de todas las ilusiones que renacen. Un catálogo de símbolos complementarios descubierto a golpes de hermoso postalismo, bajo las vestiduras de poema audiovisual pulcro, iluminador, frágil. Sólo gracias al noble tallaje artístico puede preñarse de verdad, tal vez el más válido recurso para hacer de una esquina del mundo cálido refugio de soledades, frustraciones, idénticos anhelos que difuminan los espectros del pasado.

LOS CRONOCRÍMENES: ingenioso artefacto

Parece no quedar otra opción que la de acoplarse a este nuevo culto hacia los novísimos creadores del cine patrio en aras de no hacer el primo. De no ser cool, me refiero. Aún laten los espasmos que la oscura y eléctrica REC imprimió en nuestro sistema muscular, todavía perdura la imagen de esa Belén Rueda aterrada en un siniestro caserón anidado de fantasmas. La maquinaria de las reinvenciones genéricas también -y menos mal- ha asistido a nuestra renqueante industria, buena prueba de lo cual fue un 2007 punteado de esos vientos frescos que, si no preludio de una carrera al mismo nivel, sí muestran el aguijón de un enjambre de incipientes directores hambrientos. Y muy listos.

Lo fueron Bayona y el tándem Plaza-Balagueró como en su día lo fueron de la Iglesia, Amenábar, Fresnadillo y otros sembradores de un cine de género radical, arriesgado, despojado de complejos temáticos y corsés formales. Nacho Vigalondo se suma al carro con una mochila de prestigiosa vida en corto, como guionista y director. Junto a su paisano Koldo Sierra parió EL TREN DE LA BRUJA (2003), que convenció a Gary Oldman para rodar el curioso thriller BOSQUE DE SOMBRAS (2006), dirigido por Sierra. 7:35 DE LA MAÑANA (2003) se codeó con la crème de la industria yanqui, aunque se quedara a las puertas. LOS CRONOCRÍMENES -desacertado título, por motivos argumentales y también comerciales- es su bautizo en el largo, una obra autorial si se quiere, impresa con la tensión narrativa y el humor gamberro marca de la casa.

Desde el jardín de su nueva casa, un hombre descubre a una chica desnuda en el bosque. Al acercarse, es herido en el brazo por un extraño con el rostro vendado. En su huida, se refugia en el puesto de control de un laboratorio cercano y, con la ayuda de un empleado, se esconde en una tanqueta que oculta el secreto de un extraño proyecto científico. Vigalondo abre así una trama articulada sobre un triple viaje en el tiempo del protagonista -un descafeinado Karra Elejalde-, que reviste la suficiente frescura y autoparodia como para tomársela en serio. Y quizá sea el tono irónico el principal escollo para que la intriga circule con un mínimo de (in)credibilidad, dentro de lo que permite su insólita premisa. Nadie negará el oficio con que rueda el cántabro, en el alambre de su artificio, sin declinar ante la tentación del truco barato, ágil en el trazo de un guión rompecabezas con encaje preciso de sus piezas. Es de lamentar que el interés de su estimulante arranque se diluya a medida que la acción se retuerce hasta un desinflado final.

LOS CRONOCRÍMENES -insisto, engañoso nombre para una película como ésta, que muchos prejuzgarán como nueva pieza de terror visionario hasta que se topen con ella- tiene la virtud de durar poco, lo suficiente para enhebrar su historia con la justa dosis de confusión sin llegar al galimatías científico. Al final, importa menos entender el embrollo que dejarse llevar por la broma urdida por el travieso Vigalondo, gozoso tras la cámara como un niño grande. Su primera obra apunta maneras, asumiendo los patrones del thriller psicológico -golpes de efecto incluidos- en la búsqueda de sello propio, extraño, de un delirio que cabía esperar. Que ya es mucho.

Por el momento nos ofrece un relato más entusiasta que fascinante, con atmósfera, con pulso narrativo, tan digno como irregular. Vigalondo -que ahorra presupuesto encarnando uno de los pocos personajes- juega sus cartas sin trampa pero con algo de cartón. Habría que limar la pobreza de los diálogos y la pésima dirección de actores para que este artefacto milimétricamente ingenioso sumara puntos como el timón de proa de un nuevo, refrescante concepto de cine nacional -siento ceder ante el tópico, mea culpa-. El tiempo, siempre juicioso, nos dirá si la broma es algo más que simple modernez.

15/6/08

FUNNY GAMES U.S: la familia, unida (o Haneke según Haneke)

Intento averiguar los motivos por los que Michael Haneke ha revisado plano por plano la que tal vez sea su obra más brillante. De prestigio anda sobrado, como constata su flamante galardón europeo por CACHÉ (2005), con lo que deduzco la consabida razón crematística que le facilite su inmersión en el mercado USA. Es decir, la vieja historia repetida, aunque me sorprende que incluso él haya cedido al autoplagio para granjearse esa ascensión comercial. Cosas del cine. Incluso del bueno.

Pocos dudaron en su día de encontrarse ante la obra más perturbadora y contundente perpetrada por el austríaco. FUNNY GAMES (1997) supuso un certero estudio del comportamiento violento que dejaba el imaginario sangriento americano en pañales. Once años después del mazazo calca el original sin saltarse una coma con la total absorción de su turbia atmósfera, esta vez rodeado de equipo artístico norteamericano -Tim Roth, Michael Pitt, Brady Corbet y una soberbia Naomi Watts-, que supongo no se pensó mucho su implicación en el proyecto. Bendito calco para los que como yo adoramos la salvaje ironía, el desasosiego, la sordidez de esta crítica a las buenas costumbres manchada de un inteligente -y muy sádico- uso del terror psicológico.

Es tan listo este tipo que vuelve a machacarnos el estómago con el mismo material, tan revulsivo en fondo, forma y espíritu como entonces. Todo lo que allí cautivó se mantiene -debido en gran parte a esa traslación literal-, algo que sin duda facilita cualquier comentario sobre ella. Familia acomodada viaja a su casa junto al lago para pasar sus vacaciones. El descanso se ve alterado cuando los dos jóvenes amigos de unos vecinos invaden súbitamente su vivienda para proponerles lo que parece un macabro juego con ellos como objeto de vejaciones varias. Una broma. Malsana, enfermiza, absurda. No es otra la intención de Haneke que la de diseccionar la violencia desde la burla, el desconcierto, el valor de gratuidad que casi siempre la define, y que aleja su propuesta del vacío regodeo visceral que tenemos asimilado como iconografía del impulso violento. Una especie de abrazo a los moldes del thriller convencional esgrimiendo el exceso y un cáustico sentido de la provocación como armas para derrumbarlos.
En la línea de un Chabrol más intestinal -por aquéllo de la náusea-, Haneke refuerza su cínica, gamberra visión del ser humano disparando en el entrecejo de la clase burguesa media y urbanita, ésta vez yanqui. Sin concesiones ni lamentos victimistas. Sin moralina final. Sin lógica aparente. Pura y dura -durísima- inyección de lucidez. En esta era de psicosis neoconservadora, resulta más terrible reconocer el pánico cuando se asaltan terrenos de privacidad, cuando la libertad de nuestro espacio resulta violada. Haneke se aprovecha y nos conduce por un guión simple pero astuto en la bofetada que nos lanza. La excelente CACHÉ volvería a plasmar los seísmos emocionales del asedio, ese abismo que el miedo a lo desconocido abre en nuestra cómoda existencia -aquí la amenaza asomaba en la forma de cintas de vídeo-. Qué mejor lenguaje que el suspense para narrarnos el derrumbe de todo un sistema moral, para encauzar su discurso descreído, complejo, de un sarcasmo que abate ánimos y pellizca conciencias.

Antes de sus rotundas CÓDIGO DESCONOCIDO (2000), LA PIANISTA (2001) y EL TIEMPO DEL LOBO (2003), el director lleva al límite la plena coherencia entre el nivel conceptual de su relato y la teatralidad de la puesta en escena, vertiendo su postura neutral de observador fascinado, morboso. En eso convierte al espectador, en el voyeur de la función macabra, alerta su curiosidad ante la tortura, enfrentado a latentes temores que estas imágenes poderosas hacen brotar. Nos sienta el austríaco en el borde de la perversión y deja moverse a sus actores como en una pieza de cámara asfixiante y pulcra, tan dolorosa como adictiva. Prolonga planos hasta el sofoco, hace que Michael Pitt -como hiciera el turbador Arno Frisch- mire a cámara y nos implique en el juego, incluso le permite autorrebobinarse con un mando a distancia, cambiando el curso de la dramática escena. Son trucos, meros artificios que el autor de EL VÍDEO DE BENNY (1992) usa para cuestionar los límites entre realidad y ficción, para evidenciar el poder de esta sociedad de la información en su arbitrario dominio de las emociones.

FUNNY GAMES abre una brecha entre adeptos y detractores de esta historia de imprevistos miedos domésticos. No cabe indiferencia. Haneke, bisturí en mano, se copia a sí mismo y elige su más radical espectáculo, muy ajeno al gusto del público americano, todo hay que decirlo. Si no hace taquilla, le quedará el placer -y a muchos de nosotros también- de escarbar en esta occidental pesadilla huyendo de complacencias, también en el final abierto. Cuando todo parece insoportable, aún queda una embestida más, marca de la casa. Es su invitación a un incómodo, travieso, revolucionario viaje al germen del horror, el que acecha enguantado en blanco y con exquisitos modales tras la puerta. El peor de todos.